Memorias de un niño

Memorias de un niño

La primera vez que Julián sintió  el aire fresco que lo rodeaba no lloró. Quiso abrir los ojos pero no pudo. Todavía era demasiado pronto. Intentó dar un profundo suspiro pero algo andaba mal. El mundo se puso de cabeza por un momento hasta que una palmada del médico, firme pero suave, lo desinhibió y soltó el llanto que le liberó las vías respiratorias. Quiso insultarlo y agradecerle al mismo tiempo pero lo único que salió por su boca fue un conjunto de gritos estridentes y carentes de significado. El médico lo entregó a las enfermeras y de pronto el calor y aroma de su madre le calmó el llanto.

 

—¡Julián! ¡Andá a bañarte!

El grito de su madre lo sobresaltó. Se había bañado tres días atrás. ¿Por qué insistía en que se bañe de nuevo? Y, sobre todo, ¿por qué insistía en llamarlo Julián? El tenía muy claro que su nombre era Sergio. Sergio Sterto, casado, con dos hijo(Julieta de treinta y dos años y Javier de veintiocho), mecánico del automóvil y con un taller en… no estaba seguro. Pero sabía perfectamente quién era. Aunque la imagen en el espejo le devolviera a Julián, de cinco años.

La puerta se abrió y su madre se asomó con gesto de fastidio.

—¿Qué te dije? ¡A bañarse!

Julián la miró, exasperado y su labio inferior se encimó al superior dando forma a un berrinche.

—¡No soy Julián! ¡Me llamo Sergio!», protestó y su voz sonó como un agudo quejido.

—¡Basta de juegos! ¡Vamos a la ducha! —lo reprimió la madre y lo llevó hacia el baño.

 

La maestra entró al aula y el bullicio poco a poco se fue apagando. Ella ocupó su lugar, tras el escritorio frontal, y abrió el libro de asistencias. Recorrió los nombres, uno por uno, ante el gesto indiferente de los alumnos de quinto grado.

—González, Julián

Julián alzó la mano. Hacía tiempo que se había visto obligado a adoptar esa identidad impuesta, ajena. Ocho años de insistencia para que su madre no haga más que tomarlo como un juego o mandarlo al psicólogo. Nadie podía aceptar lo que para él era claro como el agua: esa no era su vida. Pero estaba atrapado en el cuerpo de un niño que ya tenía diez años y las opciones que le dieron, en todos los casos, implicaban negar esa identidad y aceptar otra falsa, pero real para todos los demás.

El entorno lo moldeó a la normalidad. Eso le exigían y eso mostraba., pero dentro de él la verdad seguía tan clara como siempre. Se resignó a esperar. A tener la oportunidad de encontrar las respuestas que necesitaba.

 

La apatía adolescente y el normal alejamiento de los padres se convirtió en una fractura que sumergió a Julián, a sus quince años, en un aislamiento cercano a la ausencia. La palabra amistad se le volvió extraña, casi irreal. Se aburría con sus compañeros y ellos terminaron excluyéndolo. Lo marginaron como a un bicho peligrosamente distinto a ellos y en una agónica decadencia, terminaron por ignorarlo. Simplemente hicieron de cuenta que no estuviera. Y Julián lo aceptó, como hizo con todo lo demás.

 

Se esforzó por encajar, por olvidar, pero los rostros, los momentos vividos, todas las historias pasadas regresaban de manera implacable, una y otra vez a atormentarlo. Se sintió enloquecer. Temió no tener remedio. Una vida entera encerrado y bloqueado dentro por el solo hecho de que el mundo no estaba preparado para oírlo. La desesperación se convirtió en un ahogo solitario que lo fue derrumbando lentamente hasta dejar apenas ramas secas de lo que alguna vez fue el árbol de su identidad.  Creyó desfallecer, dar todo por perdido. Entonces la vio.

 

Cargaba unos pocos artículos en una bolsa de plástico. Julián se detuvo, perplejo, y se quedó contemplándola desde la vereda de enfrente mientras ella salía del supermercado con el rostro marcado por los años. Ya no era como la recordaba pero, sin dudas, era ella.

Sintió el impulso de correrla, abrazarla y besarla. Se inclinó hacia adelante pero entonces reconoció su cuerpo adolescente y se contuvo. Ella se perdió tras la esquina y él desesperó. No podía perderla de nuevo. ¿De nuevo? Se llevó las manos a la cabeza, confundido y, sin darse cuenta, sin decidirlo, se encontró caminando detrás de la señora que acababa de ver.

 

La siguió hasta llegar a un parque, una plaza. La señora se acercó a un banco donde dos personas de espaldas se voltearon para saludarla. Julián casi tropieza al reconocer sus rostro. Uno era su hijo. El otro… él.

¿Cómo podía ser él si lo estaba mirando desde afuera? Pero ¿Cómo podía ser Julián si toda su vida supo que no lo era? Necesitaba entender. Se acercó y tomó asiento en el banco contiguo.

—¿Qué dijo el médico? —preguntó la señora a su hijo.

—No hay novedades —respondió sereno y resignado.

La mujer esbozó un sollozo.

—No sé por qué creí que esta vez algo cambiaría.

—Hace quince años que perdió la memoria, mamá. Era poco probable que algo cambiara.

—Sí. Ya sé —se enjugó una tímida lágrima—. Pero, no sé, quería creer.

Julián se puso de pie y se acercó a ellos sin saber qué diría. Se detuvo, de frente al anciano y contempló sus propios y demacrados rasgos. Los ojos perdidos de Sergio cobraron, de pronto, un interés ávido por el muchacho que sorprendió a su mujer e hijo. Ambos los miraron, desconcertados.

Sergio y Julián se miraron a los ojos y un relámpago invisible los conectó como un puente eléctrico que revolucionó los axones y las sinapsis cerebrales de ambos en un intenso y efímero momento tras el cual los dos perdieron el conocimiento.

—¡Sergio! ¡Sergio!

Sergio abrió los ojos y miró a su mujer, quince años más joven que un momento atrás.

—¿Qué te pasó? —preguntó ella, cargada de angustia.

Sergio miró alrededor. Una avenida, un semáforo titilando que se volvió rojo, transeúntes completamente ajenos a la situación que le pasaban por al lado sin dar muestras de interés.

—¿Qué me pasó? —dijo, desconcertado al observar su propio cuerpo, el original, el correcto.

El semáforo se puso en verde y la gente cruzó la avenida a velocidades dispares. También lo hicieron ellos.

—¿Seguro que podés caminar? —se preocupó ella—. Casi te desmayás recién.

—¿Recién?

—Sí. Recién, antes de llegar a la esquina.

Sergio todavía se tambaleaba, inestable. Su mujer se detuvo un instante para asistirlo. Ninguno percibió que el semáforo brillaba en rojo una vez más. Apenas llegó a percibir por el rabillo del ojo al auto que dobló la esquina a mayor velocidad de la que le permitiría frenar. La trayectoria lo guiaba directa e inminentemente sobre ella.

Sergio, en un acto reflejo, la sujetó con fuerza y giró, colocándola fuera de peligro aunque ocupando su lugar. Y entonces lo recordó, toda la situación era familiar. Pero ya era tarde. Solo atinó a pensar:

 «No otra vez.»

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