Demasiado tarde

Demasiado tarde

Nos conocimos un otoño lejano. Un manto de hojas acolchonó el tropiezo que se convirtió en nuestro primer beso. Dulces primaveras y apasionados veranos acompañaron un camino inesperado que reviviría una y otra vez hasta el hartazgo. Sin embargo, un día llegó el invierno.

 

Un crudo y despiadado viento helado nos atravesó. La implacable rutina nos aplastó. Interminables jornadas laborales y restos de humanidad que se encontraban cada noche no tardaron en convertirnos en extraños. Como androides eficientes transcurrimos las primeras heladas sin atrevernos a rasgar la nieve que nos envolvía. Hasta que una brisa cálida, extraña, me acarició el rostro. Entonces reaccioné.

 

Sacudí la cabeza y me descubrí sumergido en una ciénaga de palabras absurdas y miradas ausentes. Estiré mi mano hacia ella en el mismo acto reflejo repetido una y otra vez. No encontré más que aire espeso. La busqué con ojos renovados, como si viera por primera vez. Encendí la luz del living y apareció. Al otro lado de la ventana, inalcanzable. Como una estrella fugaz, su presencia era etérea. Su rostro se desvanecía, su mente ya no estaba. Me apresuré a su encuentro pero era tarde. Ya no estaba allí.

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